El Tribunal Supremo de la política

Frente a los intentos de manipulación, los demócratas tenemos una tarea clara: defender la verdad, fortalecer la libertad de expresión, educar en el pensamiento crítico y confiar en la fuerza moral de los pueblos.

En política se argumenta, se opina, se debate. La confrontación de ideas es parte del alma de la democracia y de lo cívico. Permite a una sociedad congregarse en torno a la verdad para avanzar, corregir errores y construir consensos. Pero más allá de discursos y debates existen dos tribunales que -a la larga- terminan por decidir el destino de los actores políticos y de las naciones: el tribunal de la opinión pública y el tribunal de la conciencia.

El tribunal de la opinión pública es el espacio en donde el sentido común debe imponerse sobre la propaganda y la manipulación. No importa cuánto poder concentren los gobiernos ni cuánto intenten crear, moldear o imponer una narrativa. Cuando la opinión pública tiene la oportunidad de expresarse sana y libremente termina inclinándose hacia la verdad y la justicia. El pueblo, por su dignidad intrínseca, es un gran juez.

En las democracias este tribunal premia o castiga a líderes, partidos y políticas gubernamentales. “Habla” en las calles y en las urnas. Es el reflejo de lo que la sociedad considera justo o injusto. En las dictaduras es distinto. Pero este tribunal no desaparece. Se fortalece en silencio, en resistencia, en gestos cotidianos de rechazo a la injusticia y a la mentira. Sabe distinguir con claridad lo que responde al bien común y a la democracia, y lo que no.

Junto al tribunal de la opinión pública existe otro aún más inquebrantable: el tribunal de la conciencia. El sagrario de la persona humana, como diría Juan Pablo II. Es individual y silencioso, pero más poderoso. Es el que no da descanso a quienes obran con injusticia y/o mentira. Es el juez que nadie puede eludir. El que, en la soledad de la noche o frente al amor de los seres queridos, recuerda a cada actor político las consecuencias de sus actos.

Ambos tribunales son desafiados constantemente por manipuladores y mentirosos. Por aquellos que buscan el poder a todo costo. Los regímenes autoritarios -o los opositores autoritarios, fabricados a la medida- buscan subyugar ambos tribunales. Intentan moldear la opinión pública a su conveniencia. Mediante la corrupción de la palabra pública apelan a bajos instintos, a miedos irracionales y a la desinformación. Su objetivo es desestabilizar el juicio colectivo, hacer que la opinión pública se desvíe de lo que es justo y verdadero y acallar la voz de la conciencia de quienes distinguen lo correcto de lo incorrecto y son faros sociales. Pero -a pesar de sus esfuerzos- la historia ha demostrado que este tipo de manipulaciones no son eternas. Aunque puedan engañar a algunos o a muchos durante un tiempo, no logran doblegar al pueblo ni silenciar la conciencia por siempre. Cuando un país recupera la democracia todo cae por su propio peso. Cada cosa y cada cual terminan en su sitio…

Para profundizar en lo anterior vale la pena apuntar que el temor de los regímenes autoritarios a la memoria histórica no es casual. Saben que la verdad brilla tarde o temprano. Que los pueblos recuerdan, que las generaciones futuras juzgan. Saben que los tribunales de la opinión pública y de la conciencia no son instancias pasajeras, sino fuerzas que operan a lo largo del tiempo. Aunque pretendan reescribir la historia, no alcanzan a borrar los hechos ni el testimonio de quienes han luchado por la verdad y por la justicia.

También llama la atención que algunos intentan desacreditar estos tribunales llamando al de la opinión pública “gradas” y al de la conciencia “sentimiento de superioridad moral”. Pero se equivocan. No se trata de arrogancia ni de populismo, sino de la esencia misma de la vida política. Estos tribunales no existen para exaltar egos, sino para exigir responsabilidad personal y colectiva ante la verdad.

La gran tarea de los demócratas es, entonces, fortalecer estos tribunales. Nutrirlos con información veraz, con debates abiertos al encuentro mancomunado de la verdad. Defender la libertad de expresión, la independencia de los medios de comunicación, la educación crítica ante agendas relativistas y el acceso a la información veraz. En la ciencia política de hoy está de moda decir que hay que temer a la polarización. Pero lo que realmente hay que temer es la falta de verdad. O, para decirlo de otra manera: la polarización más preocupante es entre quienes se someten con rectitud a esos dos tribunales y quienes huyen de ellos (o pretenden destruirlos).
Por eso, en las sociedades que queremos ser libres debemos confiar en la sabiduría colectiva y en la capacidad personal para discernir lo justo de lo injusto. En el caso de Venezuela, cuando llegue el momento oportuno, los tribunales de la conciencia y de la opinión pública “ejercerán plenamente sus competencias”. Porque -a la postre- la conciencia despierta y la opinión pública sana triunfan. Y cuando ambas se expresan acompasadamente son la mejor expresión de la salud cívica de una nación. Son el Tribunal Supremo de la Política.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.